Header Ads

Feito com Visme

  • Últimas

    Opinión

    Tarde de Toros
     Por MARÍA DEL PINO FUENTES

    Se empecinan algunos en que España se haga antitaurina, aborreciendo los toros por considerarlos un espectáculo bárbaro, calificando este arte de abstruso, olvidándose del valor, maneras, temple, dignidad, muerte y vida que rodean la fiesta, del baile del hombre enfrentado al miedo que pelea por afán de gloria, hambre, dinero, vergüenza o reputación.
    La afición al toro es una tradición salpicada de emoción y peligro. En la plaza, la burla de la muerte y la burla de la vida son un juego elemental en el que la existencia cobra la plenitud de su sentido. Los toros, posiblemente, son el arte que más ha educado social, incluso políticamente, al pueblo español, por su exquisito ceremonial y maneras.
    A la misma hora y en domingo, hombres y mujeres se asoman al tendido de las plazas, cumpliendo con la ancestral tradición de ver al torero burlar la embestida del toro mediante un trapo y un estoque. Se citan con el sol, la arena, el milagro del arte y la muerte, pero que nadie piense que los aficionados a la tauromaquia son unos palurdos sedientos de sangre, al contrario, son seguidores de una liturgia antigua, documentada, y cuya sensibilidad les permite emocionarse con el ballet del torero al ritmo de una desconocida melodía, cuyo compás va marcado por la suerte elegida y por el tipo de faena. La mirada del aficionado distingue una faena efectista de una honda, aquietada, y se nublan sus ojos con el prodigio del toreo al natural, ese que lleva la muleta a la mano izquierda y sujeta al estoque con la derecha.
    En la plaza, los taurinos de verdad, observan con deleite los pies juntos, firmes, quietos, el acompasado temple de la zurda y de la diestra, admirando el valor del toreo, algo que va más allá de parecer un luchador de circo romano. El valor es sordo, conlleva arrimarse al lugar prohibido, justo donde los demás ponen la muleta, presintiendo el peligro y acompañándolo con la belleza de un pase templado, bien ligado, combinando de manera equilibrada valor y arte, entregándose sin reservas en cada lance, corriendo bien la mano y transmitiendo una inconcebible serenidad cuando se está jugando la vida a dos palmos de los pitones.
    El torero desea volver todas las tardes al hotel por su propio pie o en hombros de una afición asombrada por la faena, por eso aguanta la mirada del animal en un tiempo que parece eterno y, antes o después, acaba dando un paso atrás o entrando a matar. Es hermoso ese desprecio calculado del peligro, tiene verticalidad, no lleva aspavientos, pone un nudo en la garganta y siembra el silencio entre los que esperan el prodigio. El deleite anda de puntillas y cruje la hombría en la plaza. Nadie sabe si los pitones llevan a la gloria o al fracaso.
    Respeto las corridas de toros, pero detesto las sueltas de vaquillas, los toros embolados, de fuego, y cuantas fiestas populares se celebran aprovechando la indefensión de un animal noble y hermoso, que es torturado por una chusma que se ceba en él, arrojado de un campanario, embadurnado en grasa, mordido, picoteado, acuchillado o lanceado, atormentado por una turba de borrachos impunes. El toro es otra cosa, no nace para morir así, nace para morir matando, para pelear con la fuerza de su casta y su bravura, dando a todos, incluso a quien lo mata, una lección de vida y de coraje. La muerte del toro en la plaza está vestida de dignidad, lo demás es una carnicería amparada en el eufemismo del folklore.
    A veces, el que perece en la lidia es el torero y se produce el contraste de ley, signo inequívoco de que la muerte juega la partida de modo equitativo y que la corrida de toros es un rito trágico y fascinante que permite al observador atento asomarse a los misterios extremos de la vida.